Septiembre 2013, número 23
La difusa frontera entre picaresca y corrupción

¿En qué se diferencia un pícaro de un corrupto? Alguna diferencia debe de haber, puesto que encontramos admisibles y hasta lógicas las pequeñas deshonestidades que nos rodean, mientras que la corrupción con mayúsculas genera un profundo malestar social. ¿Cuáles son los matices que distinguen al espabilado del delincuente financiero? ¿Es una cuestión de cantidad, de calidad… o de oportunidad?

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Veamos tres posibles criterios para explicar esas diferencias que apreciamos de manera instintiva, pero que no siempre conseguimos reconocer:
  • El contexto y el objeto
  • Identificación con la persona
  • La proporción
El contexto y el objeto. En el excelente seminario de Coursera "A Beginner's Guide to Irrational Behavior", el profesor Dan Ariely introduce el tema de la deshonestidad con un chiste muy revelador: Un padre está riñendo con gran severidad a su hija de siete años, que ha sido castigada en el colegio por haberse quedado con el rotulador de su compañero de pupitre. "Pero, ¿cómo se te ocurre hacer algo así? ¿En qué estabas pensando para quitarle el rotulador a otro niño? ¿Cuántas veces te he dicho que me pidas el material que necesites, que yo te lo traigo de la oficina?".

Para la mayoría de las personas, ambos contextos no son comparables. A todos nos parece inaceptable quedarnos con algo que pertenece a otra persona (especialmente, si la conocemos). Sin embargo, disponer con fines personales del material que los centros de trabajo ponen a nuestra disposición difícilmente encaja en lo que entendemos por "robo"; en realidad, se trata de un insignificante bonus en especie… ¿verdad?

Una posible explicación de esta diferencia de percepción (además de la habitual consideración de que la empresa no nos valora ni paga lo suficiente) es la ausencia de una víctima evidente con la que podamos empatizar. Un estudio publicado por la American Pyschological Association cuestiona la hipótesis tradicional de que el engaño genera sentimientos de culpabilidad en la persona que lo realiza. ¡Pues parece que no! Muy al contrario, diversos experimentos han mostrado que engañar para obtener algún tipo de beneficio social o material resulta extremadamente placentero. Las buenas noticias son que esta especie de "subidón del mentiroso" sólo se produce cuando no se daña a otras personas o, al menos, cuando no se percibe que nuestros actos puedan perjudicar a otros.

También el objeto del engaño marca diferencias significativas: no es lo mismo llevarse a casa papel del almacén que tomar dinero de la caja de la empresa. La representación física del dinero aumenta la sensación de deshonestidad, porque el enriquecimiento es tan palpable que no es posible encontrar justificaciones creativas para explicar nuestros actos.

Identificación con la persona. Las investigaciones muestran que somos más propensos a aceptar la deshonestidad cuando proviene de alguien de nuestro entorno cercano, o con quien compartimos determinados códigos culturales. De hecho, ver que nuestros pares, personas a las que consideramos similares a nosotros, desarrollan conductas deshonestas, constituye una "prueba social" de la validez de ese comportamiento. Por el contrario, cuando el deshonesto es alguien a quien percibimos como diferente o distante, el engaño se siente como algo digno de crítica y, por lo tanto, somos menos proclives a reproducir tal comportamiento.

En todas las sociedades existen filtros culturales que validan determinados tipos de conductas, al tiempo que condenan otras de manera radical. Dan Ariely, que ha realizado estudios en lugares muy diferentes, asegura que no hay países más deshonestos que otros: las personas engañan con el mismo entusiasmo en todas las latitudes. Lo que sí varía es el grado de aceptación que se otorga a los diferentes tipos de conductas deshonestas. Por ejemplo, los países latinos tienden a preocuparse muy poco por la vida privada de sus dirigentes mientras que, en los países anglosajones, una infidelidad matrimonial puede arruinar el futuro de un buen político. La deshonestidad económica está muy perseguida en algunos países, mientras que en otros se asume como un mal casi inevitable.

La proporción. Se conoce como "factor de engaño" el margen de deshonestidad que podemos permitimos sin que se vea afectada la buena imagen que tenemos de nosotros mismos. Por debajo de esa barrera mental, las pequeñas licencias morales que nos tomamos no impiden que nos sigamos considerando ciudadanos modélicos.

Así, los corruptos de altos vuelos serían personas con un amplísimo factor de engaño: son capaces de hacerse con cantidades ingentes de dinero ajeno y seguir considerándose honestos pilares de la sociedad. De alguna forma, parecen estar convencidos de que su aportación al mundo es de tal relevancia que no existe retribución suficiente para hacerles justicia.

El factor de engaño no es algo congénito ni estático: existen circunstancias y mecanismos que pueden aumentarlo o disminuirlo. De hecho, hemos mencionado algunos en los puntos anteriores: estamos más abiertos a aceptar la deshonestidad cuando el beneficio económico no es explícito ni significativo, cuando no visualizamos a las personas perjudicadas o cuando la conducta dudosa es frecuente y/o aceptada en nuestro entorno cultural. Obviamente, estos factores están muy abiertos a la interpretación personal: lo que para alguien puede ser un enriquecimiento excesivo e injustificado (por lo tanto, inaceptable) puede ser calderilla para otro (por lo tanto, aceptable). Este relativismo explicaría que personas con una situación económica privilegiada no parezcan tener conflicto moral alguno en apropiarse con métodos dudosos de unos millones más aquí y allá.

¿Qué consecuencias tiene este carácter elástico del factor de engaño? Que, en principio, cualquier persona es un corrupto en potencia, si se dan las circunstancias adecuadas.

Según el profesor Ariely, el impacto económico total que resulta de sumar los millones de pequeñas picarescas cotidianas es muy superior al que tienen los grandes casos conocidos de corrupción, por lo que deberían preocuparnos mucho más. Sin embargo, y sin que sirva de precedente, creo que esta conclusión requiere un matiz: aunque cuantitativamente sean menos relevantes las corrupciones a gran escala que la acumulación de un gran número de pequeños engaños, las primeras son mucho peores desde un punto de vista cualitativo, porque "validan" las modestas deshonestidades de los ciudadanos de a pie, proporcionándoles justificaciones para aumentar su factor de engaño.

¿Acaso no hay un refrán que dice "No le pido a Dios que me dé, sino que me ponga donde hay"? Parece que, una vez que llegamos a ese lugar, ya sabemos manejarnos solos…


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