Kaperucita y el señor Lobo
Érase una vez una jovencita avispada e inquieta, a la que sus amigos llamaban con mucha guasa Kaperucita Roja, porque a todas horas llevaba encasquetada una gorra roja de visera que le había regalado su abuelita y que, según ella, le daba muchísima suerte.
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En el momento en que comienza esta historia, Kaperucita no se sentía especialmente afortunada, porque su adorada abuela acababa de trasladarse a un geriátrico exclusivo y muy caro… que estaba al otro lado de la ciudad. Mujer de espíritu joven y talante bromista, su abuela aseguraba con un guiño que había tomado esa decisión porque quería que se lo dieran todo hecho y, de paso, conocer "caballeros" de su edad. "He estado ahorrando toda la vida para vivir como una reina en mi vejez, y qué mejor para ello que una residencia de lujo", explicaba con gran convencimiento. Sin embargo, la familia sabía que ya no podía valerse tan bien como antes y que, independiente y testaruda como era, se había propuesto "no ser una carga para nadie".
Kaperucita no estaba dispuesta a perder de vista a su abuelita, así que se dirigió al geriátrico para comprobar con sus propios ojos que todo estaba en orden. Su madre preparó una mochila con galletitas sin azúcar, mermelada light y todo tipo de golosinas presuntamente apropiadas para las personas mayores. Kaperucita añadió por propia iniciativa algo que le pareció mucho más práctico: una pequeña computadora portátil con los programas necesarios para mantener videoconferencias.
El geriátrico ostentaba el pomposo nombre de "Residencia El Bosque", pese a que el lugar era moderno, frío y funcional a más no poder, y que no había a la vista ni una triste maceta. Encontró a su abuela en la sala de estar comunitaria, hojeando una revista "del corazón" con aspecto de completo aburrimiento. Cuando vio entrar a su nieta, su expresión cambió y se levantó con notable presteza: "¡Kaperucita, mi niña! ¡Qué ganas tenía de verte!". Sin embargo, no tuvieron ocasión de hablar mucho más, porque en ese momento se acercó a ellas un individuo alto y moreno, con una pobladísima barba oscura.
"Estimada señora, ¿no hemos hablado ya de lo peligrosas que son las emociones fuertes para su delicado estado de salud?", preguntó en un tono suave y preocupado. "¿Delicado estado de salud?", pensó Kaperucita, muy sorprendida. "¡Aparte de la fragilidad propia de los años, mi abuela está como un roble y hace años que no tiene ni un mal resfriado!".
El tipo grandote se volvió hacia ella y le dedicó una siniestra sonrisa, en la que relucían sus blancos y afilados dientes. "Kaperucita Roja, supongo… Permítame presentarme: me llamo Félix Lobo y soy el director de El Bosque. Mi cargo me hace responsable del bienestar de su querida abuela, por lo que le ruego encarecidamente que no altere su tranquilidad con visitas demasiado frecuentes. Comprenderá que las energías de la juventud no encajan bien con el descanso que precisan las personas de edad avanzada". "¿Edad avanzada? ¡Pero si mi abuela sólo tiene 76 años!", interrumpió Kaperucita, furiosa y atónita por las palabras y el tono de aquel desagradable sujeto.
"Bueno, bueno… No es necesario enfadarse", zanjó el hombre, echándose a reír. "Estoy seguro de que ambos queremos lo mejor para su abuela. Puede quedarse un rato, ¡pero no la altere demasiado!".
Kaperucita tardó un buen rato en recuperar el ánimo, y se felicitó a sí misma por su excelente idea al llevar la computadora. "Abuela, guárdala bien para que no la vea ese estúpido, y todas las noches hablaremos por Skype". Volvió a casa bastante alarmada, preguntándose si serviría de algo investigar en Google al tal señor Lobo, que más parecía un facineroso que alguien capaz de cuidar como es debido a un grupo de ancianos.
Una semana después, empezó a pensar que sus temores eran infundados: su abuelita se conectaba cada noche y bromeaba con ella, contándole las pequeñas anécdotas de la vida en la residencia. Hasta que un día…
- Abuelita, abuelita, hay poca luz en tu habitación y apenas puedo verte. ¿Por qué no enciendes la lámpara y te acercas más a la computadora?
- Hoy he tenido un espantoso dolor de cabeza y me siento más cómoda a oscuras, Kaperucita.
- Abuelita, abuelita, qué voz tan rara y ronca tienes hoy.
- Es porque estoy un poco resfriada, Kaperucita.
- Abuelita, abuelita, tus dientes parecen grandísimos esta noche.
- Eso es porque he adelgazado un par de kilos y la dentadura postiza me queda un poco suelta.
- ¿Adelgazado? Abuelita, yo te veo más corpulenta de lo normal.
- No, no, Kaperucita, es que siento escalofríos a causa del catarro y me he echado encima varias mantas.
- Abuelita, ¿prefieres que te llame mañana, cuando te encuentres mejor?
- No, no, querida mía, quiero que hablemos esta noche porque necesito pedirte un favor. He decidido mover mis ahorros y hacer unas inversiones, pero no recuerdo dónde he guardado mis claves para operar por Internet. Como tu madre también las tiene, ¿podrías pedírselas y enviármelas por email?
- Ah… Eh… Claro, abuelita, cómo no. Te dejo descansar ahora para que te recuperes y ahora mismo le pido a mamá tus claves. ¡Hasta mañana, abuelita!
- Hasta mañana, Kaperucita.
Por supuesto, Kaperucita no tenía ni un pelo de tonta. Comunicó a sus padres sus sospechas acerca de la extrañísima petición de la "abuela" y estos se pusieron de inmediato en contacto con la policía. Sigilosos y eficientes, los agentes entraron en El Bosque y encontraron… exactamente lo que esperaban: el señor Félix Lobo babeaba en su despacho sobre la computadora de la abuelita, seguro de haber engañado a la ingenua mozuela y esperando las claves que le darían pleno acceso a las cuentas de la anciana. Como era un estafador y un chorizo pero no Hannibal el Caníbal, se había limitado a dejar a la abuelita fuera de combate con una generosa dosis de somníferos.
Con la abuelita a salvo y bien cuidada en casa de Kaperucita, pudieron reconstruir los hechos: de forma astuta e insidiosa, el señor Lobo se había ganado poco a poco la confianza de la anciana y, sin que ella lo advirtiera, había logrado sonsacarle un montón de datos en apariencia irrelevantes, pero muy reveladores, sobre sus finanzas y las relaciones familiares. Además, se había ofrecido a colocar una foto de Kaperucita como fondo en su cuenta de correo electrónico y la señora, muy animada ante la perspectiva de ver la cara de su nieta cada vez que consultara sus mensajes, le había proporcionado inocentemente la contraseña. "Abuelita, eres un peligro", se lamentaba Kaperucita. "¿No recuerdas cuántas veces te repetí que las contraseñas no hay que dárselas a nadie, a nadie, a nadie, a nadie…?".
Y colorín colorado,
otra vez la abuelita
del Lobo se ha salvado.
El juglar financiero
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